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Era un llamémosle engendro que aspiraba a ser una araña. Era grande para ser una araña. Dos kilos de barro amasados con mimo por las manos de quien aspira a convertirse en una artista de la alfarería. Con sus ocho patas, cada una de un color; con su cuerpo contrahecho e imperfecto. Llegó a casa entre sus brazos y con una advertencia: “Cuidado, que no se rompa, que me ha costado mucho hacerlo”. Llegó y allí se quedó. Junto a esa otra figura de difícil descripción; junto a un búho azul de grandes orejas y ojos verdes que quizás era una lechuza; junto a unos cachivaches que lo mismo servían para tomar un café que para dejar unos bolis. Llegó y ocupó un lugar como antes lo habían hecho los trabajos de la clase de plástica, todo eso que se encontraba en la calle y que no se podía tirar, sus dibujos enmarcados y colgados en la pared o los cuadernos y los libros de cursos anteriores que guardaba por si acaso.
Pero el por si acaso comenzó a ocupar demasiado espacio y hace unos días decidimos que había que hacer limpieza. Sé que no soy la más indiada para pedir a nadie que tire nada. Soy esa que todavía conserva los apuntes de los cursos de bachiller y de la universidad. Soy la que no ha podido desprenderse de los cuadernos en los que aprendí a escribir, de la carpeta que me acompañó en mis años de estudio o de las cintas de casete que grabé en aquellos años.
Pero ella aceptó y ahí comenzaron mis dudas: Qué tesoros de nuestra vida tenemos que guardar; hasta cuándo debemos almacenar esas nostalgias. Ella aceptó y el engendro que aspiraba a ser una araña, la figura de difícil descripción y algunos de esos tesoros que había encontrado en la calle se fueron al cubo de la basura. Solo se salvó el búho azul, que quizás era una lechuza, para quien encontramos un nuevo destino. Pero aun así a mí me quedó un profundo desasosiego por la perdida. Porque a ella le había costado mucho hacerlo.
(Publicado el 20 de septiembre de 2017 en los diarios del «Grupo Noticias»)