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Queremos saber. Saber que ocurrió, donde ocurrió, qué le dijo él, qué le contestó ella. Queremos todos los detalles, los que se conocen y los que se intuyen. Queremos que nos lo cuenten para sorprendernos con un ¡qué me dices!, y que nos contesten sí, te digo. Saber de la vida de nuestros conocidos y de los que no lo son tanto. Saber para poder contarlo, para ser el primero en volver a contarlo, para decir ¡mira de lo que me he enterado! Para aportar detalles a ese sucedido; al qué, al cuándo, al cómo, al porqué de un enredo que de boca en boca va creciendo en detalles y menguando en verdad.

No aprendemos. La desaparición de una joven hace año y medio en un pueblo de Galicia hizo que se rompieran todos los diques de la mesura y la prudencia. Lo único cierto que sabíamos era que tras una noche de fiesta no volvió a casa, que la señal de su teléfono se perdía en las cercanías de un muelle y que, meses después, ese mismo teléfono fue encontrado en las aguas de una ría. Pocos mimbres para tejer una historia que pudiera cautivar a un público que siempre quiere más, al que hemos acostumbrado a pedir más. Poco combustible  para una maquinaria informativa que cada vez necesita más madera para seguir en su batalla por la audiencia. Y a falta de verdad, buenos son los rumores, las habladurías que elevamos a categoría de noticia, las confidencias anónimas o las insinuaciones gratuitas que convirtieron a la víctima y a su familia en los culpables de su propia desgracia.

Todo vale. Todo nos sirve a unos medios que, echando mano del amarillismo, nos hemos olvidado del rigor, de lo que tiene que ser una obligación: el contrastar, el comprobar la verdad de aquello que contamos. Todo nos sirve a unos espectadores que hemos olvidado la sensatez, la crítica y la exigencia, y que al final acabaremos teniendo lo que nos merecemos.

(Publicado en los diarios del «Grupo Noticias» el 10 de enero de 2018)