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Lo saben todo sobre mí. Saben quién soy, donde nací, donde vivo. Qué estudié, dónde trabajo, quiénes son mis amigos y quiénes me consideran su amiga. Saben con quién hablo, los lugares a los que quise ir, a los que he ido, las personas con las que fui. Lo que compro, dónde lo compro, cuándo compro. Saben lo que leo, cuánto leo, si dejo un libro a medias, si me lo trago de una sentada. Saben quién me llamó, saben a quién llamé, cuándo lo hice, cuánto duro esa llamada. A quién envié un mensaje, quién me envió un mensaje. Las solicitudes de amistad que me llegaron, las que acepté, las que rechacé, a las que primero dije que sí pero luego decidí eliminar.

Lo saben todo de mí porque yo les he contado todo de mí. Porque les permití que fueran almacenando esa información cuando acepté que pudieran acceder  a la lista de contactos de mi teléfono, o cuando dije que estaba de acuerdo con los términos, las condiciones y la política de privacidad de su empresa. Como si hubiera leído el contrato, como si lo hubiera entendido. Como si hoy pudiéramos vivir sin estar conectados a internet, como si pudiéramos sobrevivir sin Google.

Ellos dicen que nunca van a utilizar esa información. Más de 600 páginas de nombres, citas, fotos, teléfonos, tiempos y fechas. ¿Cómo creerles?, ¿por qué creerles?

Solo es información, solo son datos. Una herramienta inocua en manos honradas, un instrumento muy dañino en  las manos equivocadas. Datos que son personales, privados, intransferibles. Datos que dibujan un esbozo de cómo somos y con los que pueden llegar a crear una realidad a la medida, a mi medida. Una verdad falsa –toda una paradoja- que en un principio puede parecernos absurda pero que podemos llegar a aceptar. Como llevar gafas aunque no las necesitemos, como las sandalias con calcetines, como el Brexit, como que Donald Trump sea presidente.

(Publicado en los diarios del «Grupo Noticias» el 29 de marzo de 2018)