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Había pasado un año desde que anunciaron su intención de dejar las armas. Un año sin atentados, sin asesinatos, sin el espanto que sembró durante décadas. Un año de incertidumbres, de declaraciones encontradas, también de esperanza y de confianza en que este podía ser el anuncio definitivo. Había pasado un año desde ese adiós a las armas y en un estudio de televisión nos disponíamos a hablar de ello. A debatir sobre lo que había ocurrido, sobre lo que había cambiado, sobre lo que habíamos cambiado.
Entre los congregados, magistrados de dilatada carrera, expertos en resolución de conflictos, miembros de la Iglesia, de organismos internacionales, periodistas, profesores de ciencia política y hombres de empresa. Todos, de una u otra manera, relacionados y conocedores de lo que nos había ocurrido en el último medio siglo. En los previos del debate, mientras nos acomodábamos en nuestras sillas, en ese momento de espera en el que se puede hablar de nada y en el que se habla de todo, surgió una pregunta que tenía mucho de reflexión compartida: qué les diremos a nuestros hijos cuando nos pregunten qué hicimos en estos años.
El que puede que no supiéramos estar a la altura del sufrimiento de quienes fueron víctimas de la barbarie, el que hubo momentos en los que llegamos a justificar lo injustificable, el que nos costó denunciar las atrocidades que en nuestro nombre se estaban cometiendo quedó para cada uno, ya que quien lanzó la pregunta la contestó. Por lo menos podremos contarles –dijo- que hablamos de ello.
Y hablamos. Aquella noche, como muchas otras noches, hablamos. De lo que había pasado, de lo que estaba pasando y de lo que tenía que pasar. De lo que tantos años llevábamos esperando. De lo que ha llegado ahora, del fin definitivo del terror, de la disolución de quienes fueron responsables de ese espanto. Del dolor que dejaron, que ni ha terminado ni se ha disuelto.
(Publicado el 9 de mayo de 2018 en los diarios del «Grupo Noticias»)